domingo, 7 de enero de 2024

LA CAJA DE BOMBONES

Pensar en la Navidad es pensar en los regalos, aquellos que te gustarían que te regalaran y los que no, aquellos que aceptas con una sonrisa fácil, pero que no sabes dónde colocar. Unos son ponibles aunque gastes dos tallas más y otros dejan el paladar dulce como la miel. Su olor se traduce en una infinidad de aromas de chocolate de color blanco, con avellanas, y otros negros, como el azabache.

El sabor rompe mi plácida tarde y aturde mis sentidos. Me llevan a la niñez, a la taza espesa que preparaba mi abuela, entre repostería y cena de Nochebuena.

Yo me apresuro a compartir con ella la cocina y mi hermano pequeño, con sus risas y carreras, derrama sobre mí todo el ansiado chocolate, dejando mi pelo enmarañado en una suerte de hilos, que más bien parece que me he disfrazado para un concurso de espectros vivientes.

No hay lugar a los enfados, no te lo puedes permitir, debemos estar alegres; eso nos dicen, aunque en mi cabeza, que vuelve al presente, solo quede eso: nostalgia de no volverte a ver, de sentirte lejos. Pero ese olor suave y dulce siempre permanecerá en mí. Los sentidos se fusionan con un sinfín de villancicos y luces de colores.

Me paro en un escaparate, lleno de guirnaldas y llama intensamente mi atención una caja de bombones, de color rojo, con un enorme lazo dorado, y pienso: la verdad, resulta un poco vulgar, pero igual sirve para regalar. Lo que importa es el envoltorio -como diría mi amiga Purita-, lo de dentro es lo de menos. Ni corta ni perezosa entro en la tienda y el aroma a vainilla me engatusa, como la persona que ve al vecino del quinto y procura coincidir con él en el ascensor.

Se multiplican en mi nariz un sinfín de olores, pasando del dulce al salado, multitud de empanadillas, de atún, de pisto, de cebolla caramelizada, que se fusionan y me emborrachan hasta casi perder el sentido. Una amable y vivaracha señora se apresura a atenderme, y yo, confusa ante tanta repostería, casi no recuerdo aquello que deseaba adquirir.

De nuevo, los bombones se ponen delante de mí y me invitan a escoger aquellos más hermosos. Ella me indica que algunos han salido defectuosos, ya que, al estropearse la máquina, no se habían mezclado bien los ingredientes. Pero, de igual suerte, los podía comprar, y me haría un precio especial. Yo pensaba que los bombones siempre eran, eso, bombones, dulzones y perfectos, pero, como en la vida misma, las apariencias engañan, y la seducción te atrapa, llevándote por emociones intensas y fallidas. Es la invitación a la fiesta, el vestido más bonito, el mejor regalo, no nos podemos permitir la tristeza ni el vacío mundano, hay que cantar y bailar sin desfallecer. Para sentirnos vivos, anestesiar los sentidos, huir de la rutina, de la enfermedad y la hipocresía, abrazar el paladar de una caja de bombones como un gran regalo de la vida.

La dependienta espera que haga mi elección y despacharme pronto, tiene que cerrar, en su casa también la esperan para celebrar la Nochebuena. La verdad, he creado una cola de apabullantes personas que igual que yo buscan endulzar su paladar.

Una vez en la calle, caigo en la cuenta que este año no vendrá nadie a visitarme. Se me acaban de atragantar los bombones, he sentido el pellizco de la soledad, ese otro enemigo de la sociedad moderna, el silencio atroz del hogar. Siempre puedes ponerte el villancico de Noche de Paz, comerte el bombón cubierto de almendras y poner el televisor para ver el próximo conflicto bélico. Dicen que será el último de este año, ¡claro!. Mi paladar es infinito y sigo haciendo acopio de cajas rojas con lazos dorados con el deber de haber cumplido una tradición más.

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