sábado, 19 de febrero de 2022

CINCO VELAS

Era 23 de diciembre, la playa amanecía tranquila, el sol asomaba tímidamente y el aroma de un café recién hecho invitaba a un buen desayuno. Habría sido un día más en el calendario, donde los cayucos se arremolinan en la arena y los cuerpos venidos con personas de otros países, algunos inertes llegan a la orilla para engrosar las estadísticas de los que no lograron sobrevivir al naufragio. Todo presagiaba una jornada en calma.

Allí estaba Esther preparando su mochila, era la hora de volver a casa. Se había alistado como médica voluntaria, llevaba un año prestando este servicio al que dedicaba gran parte de sus vacaciones y de esta forma contribuir a mitigar el dolor de las victimas. Su estatura era menuda, de tez blanca, de cabello negro y lacio que recogía con una goma. Su fe en la sociedad y sus cambios era inquebrantable, por ello luchaba desde niña, por construir un mundo mejor.

Esther acostumbraba a celebrar las tradiciones religiosas; para ello, al comienzo del Adviento encendía la primera vela, ésta era de color Rosa, que simboliza la Alegría. Se disponía a recoger sus últimas pertenencias cuando escuchó fuertes voces que provenían de la playa, se temía lo peor, un nuevo naufragio. Salió a toda prisa de la posta sanitaria que tenía asignada y el espectáculo que contempló era dantesco, personas de todas las edades, hombres, mujeres y niños. Los socorristas se lanzaban al mar sin importarles el peligro que ellos pudieran correr. La situación era límite, la barca se había hundido a unas millas de la costa, muchos de ellos no sabían nadar y el mar hizo el resto.

La activista Esther iba de un lugar a otro auxiliando a los que aun parecía que seguían con vida, entre ellos el cuerpo de una mujer de color que estaba embarazada, su pelo encrespado por la humedad cubría su rostro, sus ojos profundos y negros eran testimonio del hambre, del terror de la noche; la travesía había sido agotadora. Extenuada por la hazaña, temblaba de frio; entonces Esther la cubrió con una manta y le extendió su cálida mano reconfortándola. Rápidamente la llevaron a la enfermería, había que comprobar que tanto la madre como el hijo que esperaba estuvieran en buen estado. Ahora nuestra voluntaria decidió llamar a su familia, no podría estar con ellos en Nochebuena, aquella mujer le necesitaba. Le cogió el teléfono a su abuela y le pidió que no dejara de encender la segunda y tercera vela del Adviento. La vela Dorada que era la de la Espera, ni la tercera la Blanca (que anunciaba la llegada de Jesús), de este modo se sentiría más próxima a ellos. Se despidió con un hasta luego, al fondo se oía la melodía de un villancico y le envolvió el recuerdo de su infancia.

La tarde avanzó, la bruma cubrió el puerto cercano, todo se torno en zozobra y melancolía. Los voluntarios consternados por el triste final de algunos, intentaban dar esperanza a aquellos que se habían salvado, les ofrecían abrigo y un caldo caliente.

Esther permaneció al cuidado de la rescatada, no sabía su nombre, tenía fiebre y su estado empeoraba con las horas, balbuceaba palabras y le pareció entender que se llamaba Sira. Hasta el día siguiente no tendrían un intérprete para poder averiguar más datos sobre las personas que viajaban, cuántos partieron y cuántos se habían quedado por el camino. El día 24 de diciembre, algunos compañeros se marcharon con sus familias, pero ella continuaría al frente durante ese día.

Salió a caminar un poco y comprar en una tienda cercana algunos utensilios que necesitaba, entre ellos vendas. También quiso improvisar un pequeño belén para animar a los convalecientes y adquirió unas figuras y velas de colores. Pensó en comprar un ramo de acebo, pero, al no tener, lo sustituyó por dos velas que llevaran su color, una vela Roja símbolo del Amor y una vela Verde la de la Esperanza. De esta manera completaba las cinco velas del Adviento.

El día fue avanzando y Sira, aunque mejoraba su estado de salud, empezó a tener contracciones, habían concluido que su embarazo era de unos ocho meses, así que se presentaba el parto un poco complicado. Pero afortunadamente Esther no estaba sola, le acompañaba un enfermero también voluntario llamado Luis, era alto con el pelo largo, de color castaño y ligera barba, algo tímido pero decidido. Había estado ya en otras fronteras y conocía la calamidad y los pocos medios de que disponían las ONG para solucionar la tragedia de la inmigración.

Las horas se hicieron eternas para estos valientes muchachos, también para Sira que colaboraba con su esfuerzo, no contaban con un paritorio, tuvieron que improvisar en una camilla desvencijada y unos focos de luz que apenas alumbraban para que todo saliera bien. De repente un potente llanto los paralizó y dio paso al silencio. Cogieron al niño entre los brazos, lo lavaron y envolvieron con toallas, se lo pusieron a la madre entre sus brazos, que no paraba de llorar; decidieron ponerle de nombre Salvador.

Esther miró un viejo reloj que estaba colgado en la pared, eran las 24 horas del día de Nochebuena. El viento del Este paró unos instantes, sólo el llanto del recién nacido avisó a los improvisados sanitarios que el milagro de la vida había dado paso al de la muerte. Sira era inmensamente feliz, su hijo tendría una vida mejor, su agradecimiento era infinito, miro a Esther y a Luis, su mirada era la del Amor y la de la Esperanza, como el símbolo de las velas.

Ahora nos preguntamos: ¿Dónde está la Navidad? En el corazón de las personas.


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